Comentario
El panorama británico era más complejo que el norteamericano. Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial no parece que las autoridades inglesas empezaran a pensar con tanta antelación en resolver los problemas económicos de después del conflicto. Gran Bretaña había soportado en fuerte medida la escalada inicial de la guerra y, lógicamente, centró todas sus energías en ganar ésta.
Richard Gardner ha sintetizado las fuerzas en presencia que favorecían o entorpecían la colaboración anglonorteamericana en el campo de la planeación del sistema de relaciones económicas internacionales de la posguerra.
El primer elemento, el más obvio, habría de ser la dependencia inglesa de Estados Unidos, tanto antes de que éste interviniera en las hostilidades como después.
Las apelaciones de Churchill a Roosevelt se hicieron cada vez más frecuentes desde que, a los pocos días de formar un Gobierno de concentración nacional bajo su dirección, le telegrafió el 15 de mayo de 1940 que si "es necesario, continuaremos la guerra solos. No nos da miedo. Pero espero que se dé cuenta usted, señor presidente, de que la voz y la fuerza de los Estados Unidos quizá no cuenten nada si se las retiene demasiado tiempo".
Después del desastre de Francia, las peticiones se hicieron más apremiantes: se trataba de adquirir material de guerra y los suministros industriales que pudiera ofertar la potente economía norteamericana.
Como es notorio, durante el resto del año 1940 Estados Unidos incrementó su apoyo a Gran Bretaña a través de una serie de acciones que resultaban difíciles de reconciliar con una neutralidad estricta. En este clima no cabe duda de que podían desarrollarse planteamientos comunes, a pesar de todas las diferencias.
Una segunda fuerza en favor de la colaboración anglo-norteamericana para una planeación conjunta de las relaciones económicas internacionales en la posguerra se encuentra en las ideas, caras al Partido Laborista, de establecer algún tipo de organización que removiera en el futuro las causas económicas de la turbulencia política. Nombres como los de Clement Atlee, Ernest Bevin y Hugh Dalton están ligados a tales esfuerzos. Atlee no ocultó que después de la guerra todas las naciones deben tener igual acceso a los mercados y a las materias primas.
Por último, ya en la guerra misma se hizo evidente que Inglaterra habría de realizar un considerable esfuerzo exportador después del conflicto que le permitiera expandir sus ingresos en divisas con el fin de adquirir elementos para la reconstrucción y compensar la pérdida de las reservas.
La posibilidad de que los necesarios aumentos de la exportación pudieran materializarse dependería no sólo de eliminar las discriminaciones a bienes y servicios británicos, sino también de reducir los obstáculos arancelarios a los intercambios.
Este tipo de reflexiones se acentuó con la entrada en la Administración de economistas académicos muy distinguidos, que subrayaron la conveniencia de montar en la posguerra un sistema comercial de corte liberal y que, de nuevo, el comercio internacional fuera motor del crecimiento económico.
Nombres como los de Lionel Robbins y James Meade representan esta corriente que ya antes del conflicto o en sus comienzos se había pronunciado en favor de una vuelta al liberalismo, condenando las prácticas discriminatorias comerciales de los años de la entreguerra. En el plano financiero no fue menor la importancia de hombres como Denis Robertson y, sobre todo, de John Maynard Keynes.
Pero también en contra del revival liberal existían poderosas fuerzas. Una era el escepticismo de ciertos sectores de la derecha y de la izquierda hacia el funcionamiento del mercado. La crisis económica había destruido la confianza en éste como mecanismo de asignación de recursos y promotor de la eficiencia económica.
Por lo demás, no se trataba tan sólo de creencias, sino también de intereses: la industria británica había perdido su capacidad competitiva en el mercado mundial y, por consiguiente, veía con suspicacia los esfuerzos tendentes a reducir barreras a los intercambios, que implicaban una mayor exposición de la misma a la concurrencia internacional. También los agricultores, que habían visto reforzada su posición de cara a la preparación para la guerra y en el conflicto mismo, se resistían a desmantelar las posiciones adquiridas.
En consecuencia, la derecha clamaba por el mantenimiento del sistema de preferencias imperiales con los dominios y colonias de la Commonwealth y no se sentía demasiado feliz ante la idea de desarrollar un comercio multilateral basado en principios liberales. En la izquierda, nombres como Harold Laski, E. H. Carr y G. D. H. Cole atacaban al capitalismo y denunciaban las causas económicas del imperialismo y de los conflictos internacionales.
Muchos laboristas sentían una marcada inclinación por una planificación económica más o menos centralizada y, desde luego, enfatizaban el papel del Estado como motor de la actividad económica. Otros pensadores examinaban cuidadosamente cómo podrían aislarse las futuras reformas socialistas y el pleno empleo de los efectos nocivos de un contexto internacional crispado.
Entre todos estos elementos ha de subrayarse la importancia del primero. Gran Bretaña pudo mantener un buen ritmo de importaciones durante la segunda mitad de 1940, pero reduciendo a límites peligrosos sus reservas de oro y divisas. El Gobierno belga en el exilio hubo de acudir en una ocasión en apoyo de su aliado, dándole opción para disponer de unos 300 millones de dólares en oro. También se espaciaron los pagos, pero no tardó en plantearse agudamente la cuestión de cómo hacer frente a un futuro financiero sombrío.
Las peticiones británicas a Roosevelt se hicieron, por ello, más apremiantes. Tras su reelección para un tercer mandato el 5 de noviembre, el presidente lanzó la idea de la Ley de Préstamo y Arriendos, de 1940, que se convirtió en realidad el 11 de marzo de 1941. Roosevelt quedaba autorizado a suministrar material y equipo a cualquier nación cuya defensa considerara vital para la de Estados Unidos. Desde entonces, los británicos pudieron obtener suministros norteamericanos (e incluso de otras procedencias) sin necesidad de preocuparse demasiado por su pago.
Como han señalado Hancock y Gowing, durante el resto de 1941, antes de que Estados Unidos entrara en guerra, las adquisiciones hechas al amparo de la ley no fueron excesivas (en torno a los 1.100 millones de dólares, frente a los 30.000 a que ascendió la ayuda norteamericana por tal concepto desde sus comienzos hasta su fin, en agosto de 1945), pero preludiaban una interacción creciente entre los dos países que, tarde o temprano, había de arrojar frutos de cara a la planeación de las relaciones económicas del mundo de la posguerra.
Sin embargo, la distinta situación de partida y los diferentes intereses británicos introducían divergencias considerables. Tres puntos destacaban: vinculación preferencial entre Gran Bretaña y la Commonwealth; necesidad de proteger a la economía británica de un contexto internacional inestable como el que se temía, y la conveniencia de solucionar los problemas de la balanza de pagos inglesa en la posguerra.
Tales discrepancias eran consecuencia de unos objetivos prioritarios diferentes de los norteamericanos. Se trataba, en efecto, de objetivos internos (crecimiento, pleno empleo, seguridad social) derivados de la necesidad de reconstruir un país agotado por el esfuerzo bélico.
El propio Keynes afirmó que las dificultades serían verosímilmente tan graves que resultaría inevitable mantener e incluso intensificar las medidas discriminatorias de carácter comercial y monetario desarrolladas desde 1939. En la medida en que varias de ellas iban contra Estados Unidos, la Administración norteamericana no tardó en combinar los aspectos económicos y políticos en la preparación de la famosa conferencia de agosto de 1941, de la que emergió la Carta del Atlántico.
En ésta se aproximaron las posturas de los dos Gobiernos y se concretó el compromiso de ambos de promover relaciones económicas mutuamente ventajosas. A tal efecto, se reduciría la discriminación que pudieran sufrir en la importación los productos del otro país y se favorecía el acceso de todas las naciones a los mercados extranjeros en igualdad de condiciones.
Los británicos sugirieron que también figurase la aspiración a que aumentara la colaboración económica internacional para mejorar los niveles de vida e impulsar el desarrollo económico. Se trataba, ciertamente, de principios generales no exentos de ambigüedades que sólo disimulaban las profundas diferencias de percepciones e intereses. Pero la Carta rechazaba los bloques económicos y una política comercial discriminatoria.
Desde que Estados Unidos entró en guerra, el Acuerdo anglonorteamericano de Ayuda Mutua, de 23 de febrero de 1942, perfiló aún más el carácter de los compromisos de cara al futuro.
El famoso artículo VII abría la puerta a una acción concertada entre los dos países, a la que podrían sumarse otros, para adoptar medidas tendentes a expandir la producción, el empleo, el intercambio y el consumo de bienes. Explícitamente se reconocía la necesidad de eliminar la discriminación en el comercio internacional y de reducir los aranceles y otros obstáculos a los intercambios.
Aquí, los compromisos se materializaban algo más y como se introdujeron disposiciones análogas en los restantes acuerdos de ayuda que firmó Estados Unidos con otros países (URSS, Francia, etcétera), el artículo VII se convirtió en el primer fundamento jurídico del futuro orden económico internacional. Los resultados finales fueron fruto de un proceso de transacción y de negociación entre británicos y norteamericanos, nucleado en torno a dos proyectos centrales: el de Harry Dexter White y el de John Maynard Keynes, cuya elaboración reflejaba intereses y percepciones diferentes.
A principios de 1941, White empezó a plantearse cómo regular las relaciones monetarias de la posguerra mediante un acuerdo de envergadura. Según ha señalado el historiador oficial del Fondo Monetario Internacional, J. Keith Horsefield, sus ideas de entonces giraban en torno al establecimiento de una organización que estabilizara los tipos de cambio y que suministrase el capital a largo plazo necesario para reconstruir las economías después de la guerra.
A los pocos días del ataque a Pearl Harbor, White tuvo ocasión de exponer sus reflexiones al secretario del Tesoro. Morgenthau le solicitó que preparase el plan de un fondo de estabilización interaliado que pudiera utilizarse para ofrecer ayuda a los aliados durante el conflicto y crear obstáculos al enemigo, que sirviera de base de los arreglos monetarios necesarios en la posguerra y que estableciese alguna forma de moneda internacional.
White sugirió rápidamente un proyecto en el que se contemplaban un banco interaliado y un fondo de estabilización. Los rasgos generales de este último eran muy similares a lo que sería el proyecto final.
Aunque el secretario de Estado adjunto, Summer Welles, propuso debatir las ideas de White en una reunión de ministros de Asuntos Exteriores de las repúblicas americanas en Río de Janeiro, en enero de 1942, Morgenthau pensó que sería mejor consultar a los países europeos antes de plantear formalmente un proyecto tan ambicioso. De hecho, la conferencia de Río se limitó a sugerir que los ministros de Hacienda americanos estudiasen la conveniencia de un fondo internacional de estabilización.
White continuó perfeccionando sus iniciales propuestas, en las que también habían participado diversos funcionarios del Tesoro norteamericano. En marzo de 1942 llegó a una versión más avanzada que, con modificaciones muy reducidas, circuló el mes siguiente bajo el título de Sugerencia preliminar para el establecimiento de un fondo de estabilización y un Banco de reconstrucción y desarrollo de las Naciones Unidas y otras asociadas.
Se trataba, ha dicho Richard Gardner, de un plan valiente e idealista en el que el Fondo (posteriormente el FMI) y el Banco (conocido luego como Banco Mundial) serían las agencias que dirigiesen el mundo financiero internacional de la posguerra.
En el primitivo planteamiento debían atender a las necesidades de sus miembros sin tener en cuenta consideraciones políticas nacionales. El Fondo iba a contar con recursos de, por lo menos, 5.000 millones de dólares, reunidos a través de las contribuciones que hicieran los países miembros en oro, moneda local y valores públicos.
Tales recursos se destinarían a facilidades financieras que permitieran a los miembros sortear dificultades temporales de balanza de pagos. En contrapartida, los países habían de limitar el ejercicio de su soberanía económica: se sugería, en particular, que cediesen el derecho a modificar los tipos de cambio, que abolieran el control de cambios y que sometieran a la supervisión del Fondo su política económica.
El proyecto de Banco era incluso más ambicioso. Tendría un capital de 10.000 millones de dólares, la mitad aportada por los países miembros en oro y moneda nacional. Sus fines estribarían en suministrar los recursos necesarios para la reconstrucción y la recuperación económicas, pero también para contrarrestar las fluctuaciones financieras internacionales y reducir la intensidad y duración de las recesiones, para estabilizar los precios de las materias primas y, en general, para aumentar la productividad y elevar el nivel de vida de los países miembros.
El 16 de mayo de 1942, Morgenthau envió un ejemplar del preámbulo del proyecto al presidente Roosevelt y subrayó la posibilidad de extraer capital político de la idea del fondo de estabilización, como respuesta del mundo libre al Nuevo Orden impuesto en Europa y Asia por las potencias fascistas.
Roosevelt ordenó inmediatamente que continuaran los estudios para poner a punto la idea. Una comisión interministerial se reunió por primera vez el 25 de mayo de 1945 y estableció una subcomisión técnica presidida por White.